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La Prehistoria Española del Motor

CONTENIDO CO-PATROCINADO POR EL PORTAL DE ALQUILER
DE VEHÍCULOS ANTIGUOS CONDUCIRCLÁSICOS.COM

Es una inestable mañana de un sábado de mayo y circulamos por la autopista AP 7; solo se percibe el rum rum del asfalto, el sol luce de un amarillo brillante y, de pronto, una oscura nube ensombrece el paisaje. Sin darnos cuenta se encienden automáticamente los faros del coche; en un momento cae un ligero chaparrón y los limpiaparabrisas actúan obedientes y por su cuenta eliminado las gotas de lluvia.

Voy sentado de pasajero con mi hijo en un moderno automóvil 4×4. Él tiene que contactar para su empresa con propietarios de autos clásicos en una concentración de un pueblo de la costa catalana; yo le acompaño por complicidad y apoyo, y también porque son ocasiones de conversación y convivencia espontánea que disfrutamos de vez en cuando.

Aprovechamos este tipo de salidas para hablar de lo divino o lo terrenal, y de repente le digo “tu abuelo estaría muy orgulloso de tu iniciativa. Para él habría sido como la culminación de un gran sueño”. Dicho esto, pasamos unos minutos en silencio y solo se sigue escuchando el ligero rum rum del motor.

En este lapsus, haciendo memoria, pasa por mi mente el recuerdo de cómo empezó todo:
La historia del motor en mi familia. Constato que es una larga secuencia, que empieza con mi padre y su bicicleta que compró por 100 pesetas.

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A principios de los años 50 posiblemente había más juguetes que automóviles por la calle. El autor en su primera «máquina»

Mi padre era un hombre apasionado por viajar, por descubrir que había más allá del horizonte, y no le importaba -no había otro remedio- trabajar 14 o 16 horas diarias con muchos domingos incluidos; y no hablemos de las impensables vacaciones tal y como se entienden hoy en día, que estábamos a principios de los años 50.

El caso es que consiguió comprarse un motorcillo que se acoplaba a la rueda trasera y que girando un pequeño mecanismo que se apoyaba sobre el mismo neumático, con la presión y el peso del propio propulsor al girar, y con más o menos desgaste de goma, hacia avanzar la bicicleta sin pedalear: “¡Fantástico! ya estamos motorizados”, decía.

El siguiente paso fue colocar su Rex -así se llamaba el motorcillo- en una bicicleta tipo tándem y “¡Eureka!”, exclamaba él, ya podía viajar con toda su familia: papá de conductor, mamá de pasajero detrás de él, yo con 6 años en un cestito en la barra del cuadro y, por último, mi hermano de dos años en otro cestito detrás, encima del mismo motorcillo. La imaginación no tiene límite y teníamos todo el mundo por delante.

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A falta de mejores opciones, las bicicletas hacían las delicias de los amantes de la velocidad

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Entre dos ruedas

El mundo con aquellos medios se terminaba mas o menos a diez kilómetros de casa, y mi padre no tardó en entender que era un horizonte demasiado limitado de acuerdo a cómo él lo había imaginado. Así que pasada la correspondiente recuperación económica, su obsesión fue comprar una auténtica motocicleta de marca Villof. Eran 125 c/c y no tenía ni cambio de marchas.

La familia se repartía de la misma forma que en la bicicleta tándem, y ya el horizonte se hizo un poco más lejano. Recuerdo que había que acelerar de lejos para que pudiéramos remontar ciertas cuestas y, si no se llegaba, hacía patinar un poco el embrague y ríanse de las fotos que nos mandan por e-mail de familias chinas al completo subidas en su moto.

La cosa se complicó por un error en los cálculos, y nació mi hermana pequeña; y cinco en la Villof ya era demasiado arriesgado. Mi padre tenía que dar otro paso más, trabajando montañas de horas,  turnos y pluriempleo, como por ejemplo segando y empacando trigo. Lo siguiente fue una auténtica moto con sidecar de segunda o quinta mano, vete a saber, de antes de la Segunda Guerra Mundial. Tres ruedas en total, toda una B.S.A.

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Pie de foto
La familia al completo, en la BSA

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“¡Fantástico! Ya podemos viajar toda la familia”, exclamaba encantado, la niña en brazos de mamá en el sidecar y mi hermano en una silla que se abría levantando una tapa de detrás del sidecar. Papá conducía y yo detrás de él; sus 500 c/c y válvulas laterales no eran como para tirar cohetes, pero el horizonte se puso a unos 100 kilómetros de distancia.

No estaba mal, el viaje estrella fue de Barcelona a Olot y Besalú en dos días y con tienda de campaña. Vimos en directo los volcanes y puentes históricos que hasta entonces solo aparecían en ciertos libros y postales; y nos pasamos medio verano explicándolo al frescor de las noches, haciendo un corro de vecinos con las sillas en plena calle.

Si casualmente aparecía algún vehículo -algunos de gasógeno-, aunque se le oía cinco minutos antes de que llegara, se apartaba él, y nosotros seguíamos con la amena charla que los vecinos escuchaban fascinados. ¡Ah! y todo documentado con dos o tres fotografías, pues mi padre tenía su máquina de fuelle como correspondía a todo buen pionero. Ya estábamos a finales de los años 50 del siglo pasado.

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Pronto, las cosas empezarían a mejorar en la Piel de Toro… (Desde Archivo Nacional Holandés)

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Me ha quedado grabado la humillación que provocaban las parejas de policías de carretera, que con sus Indian y Harley se instalaban en un punto determinado, siempre el mismo, y allí paraban a todos y cada uno de los vehículos que pasaban sin razón alguna. El método para salir airoso consistía en que a priori el conductor, dentro de su cartera de documentos y permisos, colocaba entre ellos 25 pesetas.

El policía que te paraba invariablemente pedía la documentación y, mientras la revisaba concienzudamente, el segundo policía hacía como que examinaba todas las luces, frenos, etc… Y cuando decía en voz alta «todo está bien», el otro devolvía la documentación y muy serio decía «sigan por favor». Naturalmente las 25 pesetas habían desaparecido. Nos especializamos entonces en rutas alternativas y caminos de campo.

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Hacia el microcoche y más allá

La “B.S.A.” se calentaba y perdía potencia en las subidas, teníamos que parar y esperar que se enfriara, y papá inventó un ventilador dentro de una especie de cacerola con una correa, que saldría del Piñón de la cadena o yo que sé de donde, para que ventilara y enfriara el cilindro; pero no fue una solución eficaz ni estable, tenía mucha artesanía barata y pocos medios.

Había que hacer otro salto: la niña crecía. Estábamos en tiempos de los microcoches y el sustituto de la B.S.A. fue un David, un vehículo de tres ruedas, una delante que sostenía el motor con una retorcida ballesta y dos detrás. Decir que era un 4/5 plazas y descapotable viéndolo hoy puede inducir a chiste con poca gracia. Pero con la satisfacción de viajar todos más o menos bien sentados y con tres marchas dobles que permitían subir todas las montañas del mundo, poca broma con aquel ingenioso correcaminos.

El mecánico Francesc Roig reparando un triciclo en la fábrica David (archivo MG)
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Foto del Dávid, desde el archivo de Manuel Garriga (autor desconocido) /
Vídeo del No-Do de otro de los triciclos nacionales, gracias a PasionPorElAutomóvil

Con 12 años y papá al lado, me lo dejaba conducir y algún que otro susto le di. Como todos seguíamos creciendo, a principios de los 60 llego el primer coche de verdad, toda un máquina increíble, y por primera vez pasamos de un solo cilindro a dos. Un “DKW” con puertas de madera, techo de lona y armazón y también de antes de la Segunda Guerra Mundial. Esta marca corresponde a uno de los aros de los modernos Audi que en el pasado fueron los míticos y revolucionarios Auto Unión.

El fantástico y esperado D.K.W. acabó mal su paso por la familia. Yo con 14 años, sin carnet y a escondidas, mientras mi padre trabajaba, me escapaba a pasear con los amigos… lo dominaba yo creía que muy bien. En algunas curvas y en bajada le daba un pequeño golpe de volante y acelerador, haciéndolo derrapar sobre las ruedas traseras. Mis amigos disfrutaban y yo era el rey del mambo, hasta que en una curva las ruedas giraron pero con el exceso de velocidad el coche siguió recto. Las ramas, troncos y el suelo finalmente nos pararon y, si bien salimos ilesos, el coche allí murió.

Creo que nunca he sentido tanta pena por mi desastroso comportamiento y su resultado, ni tampoco por la reacción de mi padre al ver su coche familiar. En el fondo yo sabía que no sería fácil económicamente que se pudiera comprar otro; o sea que, después de una larga historia motorizándonos, estábamos regresando otra vez y a causa de mi irresponsabilidad, a la bicicleta.
Pasado más o menos medio año papa consiguió con un préstamo y algún ahorro comprar un alucinante Seat 600 también de segunda mano, pero esto ya es otra historia.

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Escrito por Héctor Olle

Héctor Olle es el alma mater de Conducirclasicos.com. En esta página web se lleva el concepto de alquiler de vehículos antiguos a un nuevo terreno, en el que se disfruta tanto de éstos como de sus propietarios. Se trata de un servicio de paseos en el que particulares ofrecen su coche a cambio de una cantidad negociable y de un rato en buena compañía de otro aficionado. Gracias a este esquema, se tiene acceso a una extensa gama de vehículos, a la par que se pasa un buen rato y se obtiene información de primera mano sobre el modelo escogido. Y es que nadie mejor que el poseedor de uno de esos vehículos con los que siempre hemos soñado para contarnos, en un clima de sinceridad, sus virtudes y defectos. A parte de estas experiencias individuales, también se pueden utilizar algunos de los vehículos para la realización de bodas, aniversarios, reuniones de negocios, inauguraciones, exposiciones, campañas de publicidad, cine, rutas turísticas o cualquier otro tipo de eventos y celebraciones. Conducirclasicos.com se adapta a todo con tal de dinamizar el sector, de tal forma que se creen vínculos entre personas con las mismas aficiones, dando a conocer de una forma gratificante e inolvidable el apasionante mundo del vehículo clásico, revalorizando y enriqueciendo este maravilloso hobby.

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