recambios aguilar general motors barcelona
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Aguilar: Una historia en blanco y negro

Oscura rutina de un despacho de recambios, teñida de incontables tardes de soledad y tedio, parecida a la de otros negocios que también viven de administrar bienes de naturaleza común y expenderlos al público. Puertas, cajones, cuadernos mil veces abiertos, llamadas, visitas y conversaciones, un sinfín de gestos convertidos en rituales a fuerza del uso, repetidos hasta la saciedad.

Todo un universo, pequeño en su dimensión natural pero infinito en su mínima realidad, que se quiebra un día y se extingue. A veces incluso trasciende lo puramente comercial: se ha convertido en otra cosa ¿En historia, tal vez?

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Historia -un trozo de ella- que enmudece. Es el mismo Tiempo, detenido en infinidad de piezas, todas iguales y distintas en su uniformidad, incoherentes en su propia multiplicidad. Es la propia Vida, en miles de fichas de clientes rellenadas a mano con esmerada caligrafía donde se detallan paso a paso las incidencias de cada producto GM que nació en Detroit, cruzó el vasto océano y vino a vivir a la orilla de un mar de juguete.

Allí formalizaron su partida de nacimiento cientos, miles de vehículos de todas clases: elegantes sedanes Chevrolet, majestuosas limusinas Cadillac, laboriosos camiones GMC y furgonetas hacendosas, curtidos motores marinos, hasta algún Corvette presumido, luciendo su piel de fibra de vidrio como alardea un actor de Hollywood de su enésimo planchado facial.

Todos tienen en ese recinto sus señas básicas de identidad, su nexo de unión con la casa madre, el útero al que vuelven para reaprovisionarse de esas esquirlas de fisonomía que van perdiendo o desgastándose.

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A veces es una herida superficial -el piloto roto, una palanca doblada, algún manguito con hemorragia- pero puede ser más grave: crisis cardíaca, el carburador averiado que hay que sustituir; o cirugía mayor, trasplante de culata, de diferencial…

Entonces la farmacia-tienda suministra al taller-hospital, el paciente pide hora y se le interviene. Todo queda debidamente anotado en la correspondiente entrada, como una fórmula. “21-9-1949: un juego de platinos para el Buick del Sr. Soler; 30-11-1955: aleta trasera izquierda para el Chevrolet de Massons Hermanos; 18-3-1963: cuatro muelles para el furgón GMC de Vila SA.” Y así durante años, sin más variaciones en la rutina que las estrictamente imprescindibles. Hasta el último día. Hasta el Fin.

Ahora, todas estas fichas ya no las consultará nadie. Ni tampoco estos manuales mil veces manoseados, desgastados por el uso, con los bordes de las páginas ilegibles. Y aquel repertorio de parts lists, un arcano para nadie que no sean los expertos dependientes -apéndices humanos del establecimiento-, deviene de repente un montón de papel inútil. La revolución informática quedó en puertas, excepto un primitivo lector de microfichas, al que costó sudores fríos acostumbrarse, durmiendo en un rincón del gastado mostrador.

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Cerdos y héroes

Algo hay de fúnebre en esta actividad súbitamente congelada, tan inexplicable que tal vez carece de sentido. Los libros, las fichas, los archivos, el teléfono, la caja registradora… Como unas gafas piadosamente retiradas del cadáver junto al ataúd. O el escenario vacío y mudo de un teatro antes de ser derrumbado. Ante esta naturaleza muerta uno sólo acierta a preguntarse ¿por qué?

No hay respuesta sino otro interrogante ¿adónde va a parar toda esta masa de acero, caucho, aluminio, latón, cobre y cerámica atomizada en una miríada de unidades específicas y concretas que ya jamás podrán cumplir la función para la cual fueron creadas? A la basura. Paradójico tesoro: antes codiciado, ahora despreciado. Nadie se hace cargo de él.

El coste del transporte, del almacenamiento, la exhaustiva labor de clasificación y otras razones lo hacen imposible. No importa que doscientas bujías fenezcan antes de haber echado una sola chispa, que una docena de guardabarros sin mella alguna en su cromado impoluto acaben siendo fundidos, o que este small block muera virgen en anónimo martirio. Las sacrosantas leyes del libre mercado son inapelables.

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¿Y qué harán todos estos huérfanos mecánicos sin su cordón umbilical? Lo más probable, arrastrarse durante algún tiempo a base de apaños y chapuzas, esperando que el azar ponga en su camino aquellas piezas vitales sin las cuales les será imposible continuar. La mayoría está destinada a correr, tarde o temprano, la triste suerte del desguace, a quedar arrumbados en un cementerio de elefantes con ruedas junto a sus congéneres, sirviendo de carroña para los supervivientes.

Porque esta amalgama de metales, fibras y fluidos armónica e ingeniosamente concertados para devenir el ente autopropulsado que llamamos coche es, en cierta forma, como el cerdo: todo se aprovecha. Sobre todo cuando está muerto.

La escena ocurrió en Barcelona, pero podía haber sido en cualquier parte del mundo: en Auckland, en Quito, en Seattle, en Johannesburgo o en Lyon. La Historia Oficial del Automóvil, ésta que viene escrita en grandes carácteres, se gesta en las inmensas fábricas, en los elegantes salones, en las rutilantes pistas de carreras y en las páginas de papel satinado de las revistas ilustradas. Pero su vida cotidiana depende de otros agentes que no reciben méritos ni copas ni medallas ni salen en los periódicos.

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Son los héroes anónimos que alimentan las vísceras del sistema: mecánicos, vendedores, transportistas, dependientes, almacenistas… algunos de ellos poniendo en su tarea la misma pasión que si fueran pilotos oficiales. “He pasado toda mi vida aquí. No sé qué voy a hacer ahora, aunque tampoco me importa…” dice uno de ellos al bajar, ya por última vez, la persiana mientras esconde una lágrima furtiva.

Cuando un sitio así cierra definitivamente sus puertas también nosotros morimos un poco. La diferencia es que, en este caso, nadie compondrá un requiem por la salvación de sus almas metálicas.

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General Motors peninsular

La corporación norteamericana General Motors se instaló en Barcelona en 1932 -el año siguiente al de la proclamación de la II República-, siguiendo los pasos de su gran rival, la Ford Motor Company, y al igual que ésta después de haber probado fortuna en Andalucía.

La planta de ensamblaje de Málaga apenas permaneció nueve meses en funcionamiento. Tras un efímero paso por Madrid, General Motors Peninsular acabó ubicando sus instalaciones en el nº 433 de la calle Mallorca, al lado de la Sagrada Familia, donde actualmente existe un centro comercial.

De aquellas naves iban a salir miles de turismos y camiones con motores de 4 y 6 cilindros, montados en régimen CKD (piezas importadas de las plantas originarias y ensambladas en destino por mano de obra local), y especialmente vehículos industriales, segmento en el que llegó a hacerse bastante fuerte. Sus camiones Chevrolet de 3,4 litros eran los más populares en el mercado de la época republicana, a los que deben añadirse los GMC, Bedford y Blitz que también comercializaba.

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Su intensa actividad llevó a la apertura de un concesionario y distribuidor de recambios en el centro de la ciudad con competencias para todo el país. A raíz de la guerra civil su estructura se desintegró y GM tuvo que recoger velas. Con la llegada de la paz no hubo manera de recuperar el tiempo perdido. El primer franquismo se mostraría todavía hostil a la presencia norteamericana.No volvería a fabricar sus productos en España hasta la puesta en marcha de la planta de Figueruelas en 1982, de donde salieron los primeros Opel Corsa. Los establecimientos Aguilar, de la avenida Diagonal, que habían permanecido abiertos incluso durante buena parte la guerra, cuando ya había cesado la fabricación de vehículos, eran el último vestigio de la presencia histórica de General Motors en nuestro país.

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P.D. Paradójicamente, poco después de redactarse este texto, el material descrito fue recuperado a última hora in extremis gracias a las intensas gestiones llevadas a cabo por el American Car Club de Catalunya, que se quedó con toda la información técnica (fichas, listados, catálogos, libros de recambios, etc.) para su archivo, mientras el resto (piezas y repuestos) era adquirido por un taller especializado de Terrassa.

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Escrito por Manuel Garriga

Manuel Garriga (Sabadell, 1963), periodista del motor especializado en historia, lleva veinticinco años en la profesión escribiendo artículos y reportajes para diversas revistas y periódicos, y ejerciendo de corresponsal de varios medios extranjeros. Autor y traductor de una decena de libros sobre esta temática, ha realizado colecciones de fascículos, ha trabajado en la radio, el cine y la publicidad, y acaba de estrenar Operació Impala, su primer documental, como director. Tras haber dirigido durante casi tres años la revista Motos de Ayer vuelve a escribir regularmente para Motor Clásico, donde empezó su carrera, y continua colaborando en el diario El País mientras prepara nuevos proyectos dentro del ámbito audiovisual.

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